Una buena introducción a la música de cámara son las piezas para piano y trío o cuarteto de cuerdas. Tienen un cierto carácter concertante, que facilita su escucha, aunque surge el problema del equilibrio de las voces.
Fue Mozart quien creó casi de la nada este género con dos espléndidos cuartetos con piano: en sol menor (K. 478) y en mi bemol mayor (K. 493). Son dos obras de madurez en las que resplandecen todos los rasgos de su genio: riqueza melódica, extraordinaria expresividad, solidez de construcción, sin perjuicio de la brillantez y el atractivo.
Puede decirse que Brahms llevó a cabo una hazaña semejante al componer su único quinteto con piano que tiene un imponente empaque sinfónico. Como es habitual en el compositor, la trabazón interna, la potencia de la inspiración y el apasionamiento las melodías arrastran al oyente desde el primer instante.
Uno de sus admiradores y protegidos, el checo Antonin Dvorak, crearía algunos años más tarde otro admirable quinteto. Inspirándose el rico folclore de su país, con sus saltarinas danzas y emotivas canciones, nos legó una transparente y elegante página que comunica una inusitada alegría.
En la fonoteca de la UN contamos con diversas grabaciones de estas partituras. Es magnífica la versión de los cuartetos mozartianos debida al Beaux Arts Trío, con el violista Bruno Giuranna. Menos interés tiene la protagonizada por Bart van Oort al pianoforte, acompañado por varios compatriotas holandeses.
Maurizio Pollini y el Quartetto Italiano protagonizan una célebre interpretación del quinteto brahmsiano, superior a la del conjunto inglés The Nash Ensemble. Para la tercera obra, está la soberbia interpretación de otro británico –el pianista Clifford Curzon– junto a destacados solistas de la Filarmónica de Viena.

